Por Hugo Burel
Hace casi cincuenta años descubrí mi vocación por la escritura a partir de la lectura casual y decisiva de El hacedor, el libro que el propio Borges ha señalado como el más personal de todos los que escribió. No me considero un experto ni un erudito en la literatura de Borges, pero he sido un devoto y constante lector de su obra. No tuve la suerte de conocerlo personalmente. Pero tampoco conocí a Kafka, a Onetti o a Faulkner, también guías en mi camino de la escritura.
A través de estas reflexiones sobre uno de los cuentos más famosos y logrados de Borges, El Aleph, que también da título al libro publicado en 1949, expresaré mi homenaje a su magisterio como escritor que ha guiado mis pasos en la literatura.
Trataré de reparar en algunos aspectos notables de este cuento a la luz de lo que podría definirse hoy como la sociedad de las imágenes vertiginosas. Pienso que una obra es capaz de resignificar sus contenidos en la medida que cambian las épocas y sus lectores, sin por ello perder su sentido inicial.
El siglo en que vivimos pone en entredicho a la gran literatura como guía para el pensamiento; un siglo entregado al vértigo de las imágenes, del pensamiento light de la moribunda posmodernidad, carente de filósofos y atestado de personajes banales y mediáticos, desde economistas y gurús tecnológicos a deportistas, el material que ofrece El Aleph es increíblemente apropiado.
No voy a abundar aquí en el argumento del cuento que imagino todos deben conocer: el descubrimiento en un sótano de la calle Garay de un objeto fantástico llamado Aleph, mediante el cual es posible contemplar de manera simultánea la totalidad del inconcebible universo. La anécdota que ambienta el descubrimiento, es el vínculo de Borges -narrador y personaje- con el insoportable Carlos Argentino Daneri, estrafalario poeta que es primo hermano de Beatriz Viterbo, muerta “una candente mañana de febrero” de 1929, para desdicha del narrador, que la amó.
El Aleph es un cuento alentado por esa pérdida que se apoya de manera casi excluyente en imágenes visuales, en especial las de Beatriz Viterbo. El nombre Beatriz y otros detalles del cuento han alentado a algunos comentaristas a descubrir correspondencias con la Divina Comedia de Dante. No me detendré en esa posibilidad.
Con relación a las imágenes: la primera, notable por insólita, es evocar a Beatriz Viterbo a partir de un renovado cartel publicitario de cigarrillos rubios ubicado en la Plaza Constitución. El cambio en la imagen de esa publicidad, es el primero que el narrador advierte para indicarle que “el incesante y vasto universo” ya se apartaba de Beatriz. Un cambio banal que remite al mundo de la publicidad, que hoy equivale a decir al mundo de las imágenes vertiginosas y al imperio de lo efímero como lo definió Gilles Lipovetsky. Con los parámetros actuales, esa primera imagen de El Alephmultiplica sus significados, los potencia y actualiza de manera ejemplar por su esencia baladí. El universo cambia porque cambia un aviso.
De acuerdo a lo que nos informa el narrador, el 30 de abril Beatriz Viterbo cumpliría años, y esa fecha la aprovecha Borges personaje para concurrir a la casa de la calle Garay y visitar al padre de Beatriz y a Carlos Argentino Daneri. Aguardando ser recibido en “una abarrotada salita”, a la hora del crepúsculo, el narrador pasa revista a los muchos retratos que hay allí de Beatriz. La enumeración que hace de esas imágenes, prefigura la que después hará de las imágenes vistas en el misterioso Aleph del sótano.
El narrador padece la ausencia de su amada Beatriz al someterse al repaso de esas fotografías que le permiten evocarla en diferentes momentos de su vida. Como sabemos, la invención de la fotografía cambió para siempre la mirada sobre nosotros y los demás. Poseer la efigie de uno mismo y de otros costaba mucho dinero – había que conocer un retratista para que la pintase- antes de que allá por 1826 Joseph Nicéphore Niépce lograse la primera imagen fotográfica desde su ventana en Le Gras. Luego, Daguerre perfeccionó el invento y logró reproducir rostros que ya no había que pintar. Hoy las imágenes propias y de terceros abarrotan teléfonos, computadoras y “tablets” hasta registrar cada instante de nuestras vidas de manera obsesiva e innecesaria para después subirlas a Instagram y todos los espacios de exhibición planetaria que puedan concebirse. Es el fin de la vida privada y del pudor civilizado. No es excesivo comparar lo que el narrador contempla en la “abarrotada salita” con una especie de anticipo arqueológico del muro de Facebook de Beatriz Viterbo. Contempla “selfies” de Beatriz.
La información que Borges da sobre las imágenes es la certera identificación de lo que ve, hasta con alguna fecha y datos de los lugares. La historia de Beatriz Viterbo resumida en imágenes. Alguna hasta es en colores -como detalla Borges-. Beatriz muere en febrero y esa visión de las fotos es en abril de 1929, por eso el dato implica una cierta novedad.
El narrador refiere sucesivas visitas a la calle Garay en el decurso de varios años.
Su visita del 30 de abril de 1941 -la víspera del estreno en New York de El ciudadano de Orson Welles, epítome de la modernidad del momento en imágenes cinematográficas, que Borges comentaría ese mismo año- nos depara una vindicación del hombre moderno por parte del inefable Carlos Argentino. Cito:
“Lo evoco en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines…”
La descripción acumulativa anticipa lo que Daneri confesará haber escrito, ese torpe, desaforado e interminable poema titulado La tierra. Pero me detengo en la imagen anterior, la descripción de ese hombre moderno es tan actual que asombra si se cambian los elementos tecnológicos que le permiten, hoy, dominar el entorno, conectarse a él, instantáneamente y aboliendo las fronteras.
La vindicación que hace del hombre moderno Carlos Argentino Daneri anticipa también el culto por lo tecnológico y la acumulación que muchos hacen de tecnología como manera de infatuarse con artefactos que rápidamente caen en la obsolescencia: ejemplo los celulares que cambian el modelo cada seis meses. Por supuesto que el Borges personaje abomina de todo eso. Pero a su vez se fascina con el desvarío de Daneri. La locura ajena siempre fascina.
La siguiente acumulación y descripción de imágenes es un anticipo sutil de lo que luego Borges contemplará en el sótano y es una especie de “trailer” o sinopsis -en el sentido cinematográfico- de lo que Daneri canta en su atroz poema: “… en 1941, ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres del Alvear de la calle Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton”.
La acumulación caótica y hecha de contrastes es lo que pauta la descripción. Páginas después, el autor- personaje afirma que Daneri “había elaborado un poema que parece dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y el caos”.
No será diferente la enumeración – que no cacofónica pero si caótica – que nos aguarda en la descripción de lo visto a través del Aleph. Enseguida una mención de Borges al teléfono establece un indudable anticipo de nuestra actual banalización del uso los artefactos tecnológicos: “A partir del viernes a primera hora empezó a inquietarme el teléfono” – aclaro yo: Daneri iba a llamarlo por un asunto vinculado al mamotreto de su poema. “Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri”- afirma Borges personaje.
Beatriz es recuerdo, imágenes fotográficas y también voz perdida que una vez reprodujo el teléfono. Es claro: ese instrumento, el teléfono, capaz de comunicar lo más trascendente, pero a la vez ser capaz de propalar lo más banal o despreciable. La modernidad lo ha permitido y la pesadilla de los que hablan por celular en el espacio público y a los gritos es una de las excrecencias del progreso.
Ahora voy a referirme a la idea y acontecimiento central de este cuento: la visión en el decimonoveno escalón del sótano de la calle Garay del asombroso y a la vez terrible Aleph. Por empezar, su tamaño: una esfera de no más de dos o tres centímetros de diámetro capaz de contener el cosmos entero. El recurso es magistral y contiene un anticipo de lo que luego será la nanotecnología, capaz de almacenar o contener asombrosas cantidades de información en un minúsculo circuito impreso. Para no abusar de la cita, lo resumiré en el siguiente pasaje:
“Por lo demás, el problema central – para describir el Aleph, aclaro yo – es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición ni trasparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es”.
Por fin llego a lo medular. Una de las hazañas de la escritura borgeana es dar cuenta de esa maravilla que es el Aleph. En el Aleph, está el nombre del Dios del mundo. Está el inicio, el punto oculto. Para verlo tuvo que bajar diecinueve escalones. El número 19 en la Cábala es la letra Qof, que vale 100. Es el misterio, el secreto. Pero también el Aleph es un símbolo matemático que permite representar distintos tipos de infinitos. Y el aleph es “la primera letra de la lengua sagrada” con la cual, tal como se narra en el Séfer Yetzirá, la divinidad creó el universo.
Empleando un tono apocalíptico en la repetición del verbo “vi” – apocalipsis significa en griego “revelación”- Borges desarrolla la descripción caótica y parcial del vértigo de imágenes que contempla a través del Aleph. Sin duda, los que leyeron El Aleph pueden recordar la magistral secuencia de lo visto. Una página y media del cuento insume esa enumeración.
Cuatro detalles apenas voy a destacar.
No hay mención de colores en la descripción, salvo “un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala”. Tampoco hay sonidos. El Aleph muestra imágenes silentes. Y eso tiene su explicación: La consonante Aleph, comenta Gershom Scholem, no representa en hebreo más que el primer movimiento de la laringe en la emisión de cualquier sonido. Es entonces, por decirlo así, el elemento fónico del cual proviene toda articulación. Pasando de la fonética al plano simbólico, los cabalistas han considerado siempre la consonante Aleph como la raíz espiritual de todas las demás letras, que contiene en esencia todo el alfabeto y por ende todos los elementos del lenguaje humano. Oír el Aleph, es propiamente no oír nada. Por tal, Borges no incluye ningún sonido en el Aleph contemplado.
De todo ese caos de simultaneidad y vértigo, las imágenes que realmente interesan a Borges-personaje son las de Beatriz Viterbo. Carlos Argentino le ha advertido que podrá entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz. El Aleph le mostrará su tumba de la Chacarita y lo que queda de Beatriz convertida en reliquia atroz y también cartas “obscenas, increíbles y precisas que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino”. El dato es una bofetada en medio del caos de las imágenes.
Lo último: un “vi tu cara”, una referencia extradiegética que remite a alguien que no figura en el cuento, quizá Estela Canto, a quien Borges lo dedica.
Me voy a tomar una pequeña licencia con el término panóptico que quisiera traer a este comentario: El panóptico es un tipo de arquitectura carcelaria ideada por el filósofo utilitarista Jeremy Bentham hacia fines del siglo XVIII.
El objetivo de la estructura panóptica es permitir a su guardián, guarnecido en una torre central, observar a todos los prisioneros, recluidos en celdas individuales alrededor de la torre, sin que estos puedan saber si son observados. De alguna manera, el Aleph es también un panóptico desde el punto de vista de su observador. Borges no se ve reflejado en ninguno de los espejos -todos los del planeta- que alude. Ve su dormitorio sin nadie en él. La casa, el sótano, tampoco están incluidos en el cosmos del Aleph. Él es el gran observador de todo, casi como si fuera Dios. Ve “lo que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”. Todos los habitantes de ese orbe, ignoran que Borges los ve implacablemente con nitidez extenuante en ese preciso momento.
No es exagerado inferir que de alguna manera el Aleph borgeano ha anticipado todos los burdos y prosaicos remedos de Aleph que hoy padecemos: las cámaras de seguridad que auscultan calles, edificios, ascensores, estaciones, carreteras, salones de uso social, aeropuertos y cajeros automáticos por citar algunos ejemplos. Las imágenes omnipresentes y trasmitidas en directo de guerras, eventos deportivos, desastres naturales, espectáculos, reality shows, noticieros y toda una gama de contenidos mediáticos propalados vía satélite. El intercambio en las redes de imágenes y filmaciones que van desde el contenido banal y doméstico a la atroz secuencia de degüellos por parte de Islam radical y bárbaro.
Todo está exhibido, registrado, escrutado y visible hasta llegar a la transparencia total de la que habla Gilles Lipovetsky: “Los mass media están más allá del bien y del mal. No condenan ni juzgan, pero lo muestran todo, exponen todos los puntos de vista y dejan al público libre de opiniones multiplicando y acelerando las imágenes e informaciones”. Vivimos en un permanente agobio de imágenes que en su acumulación desjerarquizan lo que vemos y convierten la realidad en un show. Es la sociedad del espectáculo a la que se refiere Mario Vargas Llosa.
Aludí al estreno de El Ciudadano de Orson Welles la víspera que Borges contempló el Aleph. Cito lo que escribió a propósito del film que indudablemente vió:
“Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias. Y ese todo representa lo uno: Kane.”.
Es imposible no encontrar correspondencias entre el Aleph que después escribiría y ese caos de apariencias que en el film queda simbolizado en el traveling final sobre la acumulación insensata de tesoros de Kane distribuidos sin orden ni jerarquía en un salón enorme. Eso también es, de alguna manera, un Aleph. Me inclino a creer que Borges tuvo presente esa escena de ese film genial.
Cuento de imágenes y sobre imágenes, El Aleph, a mi modo de ver, prolonga cada vez más sus inagotables significados. En especial la declaración, al final de cuento de que el Aleph de la calle Garay es un falso Aleph. La última frase del cuento es una conmovedora razón para esa creencia: “¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz”.
No obstante, el soberbio oficio de palabras que pudo erigir el Aleph para que los lectores lo imaginaran casi como si lo estuvieran viendo, sigue vigente y necesario en este siglo XXI y a casi 37 años de la muerte de Borges.
Leer en inglés, francés y portugués
A current reading of El Aleph by Jorge Luis Borges
Une lecture actuelle d’El Aleph de Jorge Luis Borges
Uma leitura atual de El Aleph de Jorge Luis Borges