La guerra del fin del mundo no es, en absoluto, una novela de tesis, pero creo que el corazón de Vargas Llosa (y el de lectores como yo) estaba con los seguidores de Conselheiro en Canudos. Un lienzo humano digno de Brueghel o el Bosco rodea al mesías: asesinos brutales, bandidos de leyenda, cangaceiros implacables, curas pecadores, enanos de circo, prostitutas, beatos y beatas, comerciantes conversos. Es un lienzo de miseria humana. ¿Cómo no conmoverse? Cada personaje es desgarrador, aunque hablen poco, su vida y su silencio habla por ellos. Y algunos como el enano son narradores naturales que realmente deambulaban por Brasil narrando cuentos medievales. Vargas Llosa los rescata. Y hablando de escribidores, está el invento del «León de Natuba», esa cruza de humano deforme y felino reptante, con su inmensa cabeza y su vocación (dictada por Dios, ¿por quién más?) de ser el Boswell de Conselheiro que toma nota de cada frase, paso y gesto del santo redentor. Corrijo: no es un lienzo lo que presenciamos, es un desfile dantesco, pero también una marcha hacia la redención.
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